Cumplimos un año de un proceso que significó un antes y un después en la historia. No son frecuentes las situaciones de este tipo. A lo largo de nuestras vidas son pocos los hechos de esta magnitud que nos tocan vivir, aunque cada vez más. Lo que probablemente sea menos frecuente es poder identificarlos tan claramente con fechas precisas y que su impacto sea tan repentino y negativo. De hecho la irrupción de las computadoras, internet o los teléfonos celulares ha sido probablemente el hecho más disrruptivo en mucho tiempo, pero se fue dando rápido pero de a poco y fueron cambios que percibimos como avances, aún cuando también tuvieron y tienen su lado oscuro. Casi no nos dimos cuenta y pasamos del Nokia 1100 al último iPhone en relativamente pocos años. De ir a revelar el rollo de 36 fotos a sacar miles de fotos cada año. De tener un lugar en la casa para hablar por teléfono (la “mesita del teléfono”), a poder usarlo en todos lados. De tener una única pantalla a tener cada vez más y todo el tiempo a mano.
La Pandemia sin embargo fue mucho más rápida y el saldo de lo que nos deja es negativo por donde se mire, por lo que se hace más necesario aún el tratar de encontrarle sus eventuales lados positivos en términos de aprendizajes. En pocos días pasamos a tomar una conciencia diferente sobre nuestros estornudos, sobre un toque en la cara, sobre la higiene de nuestras manos y de todo lo que tocan cada día. La cantidad de personas en un mismo espacio pasó a ser un tema de atención. Incorporamos el tapabocas como un elemento imprescindible en nuestra vida cotidiana sin importar si es por precaución o por obligación. Y hablamos mucho más sobre la salud. Tomamos más conciencia sobre nuestra propia muerte y la de nuestros seres queridos como hechos inevitables y la percibimos como una probabilidad más cercana que antes.
Sin embargo, sigue habiendo otras causas de muerte que cada año y desde hace muchos años, han matado a mucha más gente, incluso a niños y jóvenes. Aún en países donde el COVID pegó mucho más fuerte que en Uruguay, los procesos de vacunación masiva seguramente irán controlando la propagación del virus y/o sus efectos más graves a lo largo de este año y en el futuro. Y mientras tanto los enfermos o las muertes por enfermedades cardíacas, por cáncer o por accidentes de tránsito seguirán acumulándose y las seguiremos sufriendo desde la impotencia y el sufrimiento cuando nos toca vivirlas de cerca. En especial las muertes de niños y de personas jóvenes. No hay tapabocas ni vacunas contra demasiadas enfermedades.
Toda la atención mundial de los gobiernos, medios de comunicación, comunidad académica y científica, industria farmacéutica, sociedad civil, que reaccionó y gestionó esta crisis global, logrando que probablemente en dos o tres años quede superada, ¿pondrán el mismo esfuerzo en resolver otros desafíos sanitarios igual o más graves que el COVID? ¿pondrán el mismo esfuerzo en resolver otros desafíos de la humanidad como superar el hambre, minimizar la contaminación, respetar los derechos humanos atendiendo a dificultades crónicas como el acceso universal a la educación, la vivienda o el trabajo? Ojalá que sí. El mundo está mejor que nunca. Sin duda que está mejor que hace 20, 50 o 100 años, en la mayor parte de los indicadores relevantes ( https://factfulnessquiz.com/). Pero queda mucho todavía por mejorar.
Y más allá de las políticas sanitarias y de las grandes decisiones, el COVID dejó en evidencia el valor de algunas cosas que estaban integradas a nuestra cotidianeidad y que su relevancia quedó mucho más expuesta ahora: los abrazos y besos, las reuniones presenciales, el saber cómo están las personas que queremos, el valor del tiempo y la conciencia de la finitud de la vida, y en especial el valor de la salud y de la posibilidad de disfrutar cada día. Quienes tenemos salud y condiciones para disfrutar aún de las pequeñas cosas de cada día, tenemos la obligación moral de disfrutarlas. Sin perder la sensibilidad y la responsabilidad social, la solidaridad, pero agradeciendo lo que tenemos y contagiando optimismo. Esto solo puede hacerse dedicando tiempo a los afectos y al trabajo, que dignifica la vida, viviendo y promoviendo una cultura basada en la libertad y en la responsabilidad, en el respeto en el trato interpersonal y en especial hacia las personas que piensan diferente a nosotros, en la claridad y veracidad de las cosas que comunicamos, en el esfuerzo por aprender y hacer las cosas mejor cada día, en el rigor, la curiosidad y el inconformismo.
A un año de la pandemia tal vez podamos capitalizar como uno de los aprendizajes más importantes, el valorar mejor la vida y vivirla más plenamente, aportando a que el entorno de cada uno esté mejor. Para eso la clave es vacunarnos, sí, pero vacunarnos contra la adicción a las pantallas, contra la indiferencia, contra la pereza y contra la impuntualidad, contra la desprolijidad, contra la falta de atención a los detalles, contra el dejar para mañana lo que podemos hacer ahora. Vacunarnos contra la mediocridad, contra la resignación, contra los prejuicios y los estereotipos, contra la violencia, contra el egoísmo. Es una vacuna que nos podemos dar ya mismo y empezar a ver sus efectos en nuestro pequeño entorno de relaciones. Si logramos la “inmunidad de rebaño” contra todos estos males, estaremos mucho mejor, con o sin COVID. Esa es la vacuna más importante que precisamos y no es necesario esperar a que nos agenden.